martes, 16 de febrero de 2010

Que me hizo comprender todo el bien, todo el mal…

por Luciana Murzi.

Méndez, Mario. El aprendiz. Buenos Aires: Alfaguara, 2010.


El proyecto de Alfaguara para recibir el Bicentenario se hizo papel. Lista la literatura, pelados los libros. Entre otros prometedores títulos, se ve el lomo turquesa de este libro de Mario Méndez. El aprendiz, una novela para lectores de doce años en adelante.
Antes, como una forma de alerta, hago una confesión: el penúltimo capítulo me puso la piel de gallina, y el último me condujo sin escalas al llanto.

Se cruzan en El aprendiz dos instancias: la historia pública del país en la época colonial y la vida privada de Nino, el huérfano que nos va contando la revolución desde adentro. Como aprendiz en el Semanario de Hipólito Vieytes, Nino empieza a empaparse de las nuevas ideas de libertad y, con el tiempo, irá comprometiéndose cada vez más y con mayor entusiasmo con los planes de la revolución.
Los grandes nombres de la Primera Junta de Gobierno desfilan por la novela como nombres amigos. Para Nino no son personajes de libros viejos, sino compañeros de camino, amigos de esos que están cuando más se los necesitan. Junto a ellos, a veces pasándola bien y otras veces no tanto, irá creciendo y convirtiéndose en un ser político que busca afanosamente –que reclama– la independencia de su pueblo.

Sin embargo, lo cierto es que El aprendiz es la historia de un amor, como dice el bolero, sobre todo de un amor. Pero se sabe: ninguna historia puede desprenderse de su contexto, y mucho menos la de Nino y Lucía, un romance atravesado por cambios sociopolíticos tan turbulentos.

En la novela de Mario Méndez pasa el agua bajo el puente.
Queda fijada como empresa imposible la separación de lo público y lo privado (el repercutir inmediato de ese eco que parece lejano y está próximo); de ahí que la clave sea narrar de adentro hacia afuera. La novela parece confirmar que, inevitablemente, toda historia es privada. Es necesario construir un relato en sentido centrífugo e ir extendiéndose, volcándose hacia el afuera, permeabilizándose.

Nino apuesta. Su vida es una creencia y un permanente apostar a ella. Algunos lo llaman tener convicción. Yo pienso en Nino –indudablemente le creo todo y no me resisto a quererlo– como un patriota enamorado que va aprendiendo a sentir. Supo del amor y fue por él: “Yo estaba seguro de que Lucía y yo estábamos destinados a vivir juntos”, rememora en el segundo capítulo. Deseó aprender a leer y a escribir y aprendió. Quiso ser escritor y lo fue (¿qué mejor confirmación que el relato de su vida?). Buscó la libertad de su pueblo, luchó por ella y se sintió feliz al presenciar el nacimiento de la patria.

En todos los niveles, Nino es un triunfador. Un triunfador privado que en los libros de Historia Argentina aparece confundido dentro de la muchedumbre esperanzada.

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