Bombara, Paula. Lo que
guarda un caracol. Buenos Aires: Loqueleo, 2016.
Una vez más, Paula Bombara escribe una novela de esas que
atrapan por su intensidad y por la elección de temas candentes.
En esta
oportunidad, Paula elige centrarse en el ingreso al mundo adulto, marcado por la
competencia académica y por las decisiones personales y laborales que estamos
obligados a tomar en cierta instancia de nuestra historia.
Cómo encarar el
futuro que ya es presente, cómo sostener la permanencia en un nuevo mundo en el
que todo es presión y responsabilidad.
El eje narrativo de Lo
que guarda un caracol se mueve en torno a individualidades a las que les
cuesta vincularse entre sí. Cinco científicos en un mismo grupo de
investigación. Fernando, el director, Agustina, Alejo, Lucrecia y Mirko. A
diferencia de sus compañeros, Mirko recién empieza la carrera y se acaba de
incorporar al grupo. Para la mayor parte de la gente, es un “bicho raro”.
Mediantes capas y capas de seguridades, a lo largo de sus
vidas los cinco fueron protegiéndose, cada uno a su modo y guiado por
diferentes causas. Igual que los caracoles: “Toda la vida el caracol refuerza
su refugio”, leemos a modo de recibimiento en el primer epígrafe de capítulo. La
tranquilidad de haberse recibido y de estar llevando una vida académica dedicada
a la investigación científica contribuye
a este propósito. El laboratorio, en
este sentido, funciona no solo para pruebas científicas, sino también para
probar, errar o acertar en el plano
emocional. ¿Qué hará cada uno frente a un leve temblor? ¿Y si el temblor crece
hasta volverse terremoto? Vincularse con las rarezas particulares de los otros
será para los protagonistas el gran desafío. Algunos lograrán con éxito la
tolerancia y otros sufrirán su crisis y deberán encontrar nuevos espacios de
exploración en su propio interior.
En esta línea, Lo que
guarda un caracol también aborda el perdón como una decisión que el adulto
debe tomar. ¿Perdonar a quien nos lastima o a quien nos traiciona es posible? Hay
frustraciones que conducen al resentimiento y a la ira. Los cinco personajes se
enfrentan a un fracaso, a un impedimento o a una exigencia extrema.
Alejo y su frustración ante la imposibilidad de ser padre,
de dar vida.
Agustina y su frustración ante la excesiva dificultad de
escribir su tesis.
Lucrecia y su frustración frente los mandatos de sus padres,
los deseos de su novio y la idea de un futuro de Susanita en su pueblo, aislada
de los centros científicos.
Fernando y su frustración frente al no poder dirigir un
grupo humano cuyo eje sea la inclusión.
Mirko y su frustración ante el desvío de sus planes,
mediante los cuales construye un orden para sentirse seguro. Porque,
recordemos, él es el “bicho raro”.
“No necesitaba ser el
mejor al lado de ella. Hasta podía ser un fallado y ella estaría ahí”,
reflexiona Alejo sobre la relación con su mujer. Agustina, en otro pasaje,
cuenta lo que le explicó Fernando: “[él dijo] que había sistemas con fallas que
no daba muestras de ellas, pero que eso no significaba que no estuvieran
falladas”. La insistencia en mantener un orden estricto, tanto en el
laboratorio como en su vida, hace que a Agustina le resulte intolerable
convivir con “la falla” de Mirko, a la que ella considera monstruosa.
Por otra parte, la opinión inicial de Alejo sobre Mirko: "(...) pensó
en él como en alguien fallado, en algo fallado pero que era una amenaza”.
Peligro para la estabilidad, para el mundo ordenado con cada cosa en su
casillero correspondiente. Peligro de
monstruo.
Fernando, rememorando su estadía en la Antártida, confiesa: “Mirando
esas aguas sin fondo cayó en la cuenta de que ese hueco también era parte de
él. Tuvo que irse al hielo de la Antártida para poder desnudarse ante sí mismo
y aceptarse como era”. Fernando logró realizar el proceso de la aceptación de
lo propio como lo diferente, lo particular, lo desajustado.
Dividida en capítulos bien diferenciados según el
protagonista en el que hace foco y por capítulos-flashback de recuperación del
pasado, la novela une voces, junta secretos íntimos que únicamente muestra ante
el lector.
El estilo que usa el narrador para los capítulos en los que
Fernando es el protagonista está marcado por el ritmo de las preguntas y las
respuestas, estas últimas a veces seguras y muchas veces arena movediza. ¿Cuál podrá ser la razón de esa elección a la
hora de narrar? Quizás porque Fernando es un científico y su labor se destaca
por la curiosidad, la investigación, el planteo de hipótesis. La duda.
Para Lula, en cambio, el narrador prefiere los párrafos de
una o dos oraciones cortas, como si su identidad discursiva no estuviese aún
definida o convencida de sí misma.
Agustina y Alejo se enmarcan en capítulos de escritura más
tradicional, en los que los personajes se van transformando a lo largo del
libro, mostrando sus miedos más profundos.
Los parlamentos que relatan la intimidad de Mirko, por su
parte, no tienen la puntuación tradicional, sino que las pausas del discurso
están marcadas por espacios. Por silencios, podríamos decir. ¿Por lo que está
pero no hace falta decir? ¿Por zonas de reflexión?
La historia de cada uno de los protagonistas da para una
novela propia. Hay mucho material narrativo en todas ellas. Separadas, las
historias de Lula, Fernando, Alejo, Mirko y Agustina se esbozan como grandes
vueltas de caracol. Con recovecos a explorar y rugosidades para tocar. Pero
juntas, y acá me parece que radica la cuota máxima de originalidad que tiene el
libro, nos recuerdan que uno nunca está aislado, sino que formamos parte
integral de un todo que nos modifica constantemente.
¿Qué guarda un caracol? Difícil saberlo. Es un bicho raro con
muchas vueltas. Aunque podemos adivinar que su fondo casi inaccesible también
es una superficie rugoso y llena de incógnitas.
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